(Ilustración: Linares)
UNA ESTAMPA CAMPESINA DE LA CUBA DE AYER.
Siento especial placer en traer a mi página pasajes de mi infancia, entre otras razones, porque me tocó vivirla en el campo, en condiciones difíciles, muy diferentes a las existentes en las zonas rurales de la Cuba de hoy, y porque creo que en nuestras vidas la etapa que más queda prendida en la memoria es la de la niñez, no importan las alegrías o sinsabores: las personas con quienes nos relacionamos, los lugares, los hechos… permanecen archivados para siempre.
Y entre mis recuerdos gratos hay alguien a quien siento que le debo estas líneas, un hombre que para mí fue importante, porque siempre lo tuve como un verdadero monumento a la nobleza, la humildad y las buenas maneras, de quien aprendí que la decencia y la grandeza del alma pueden estar en cualquier parte.
Su nombre era tan sencillo como él, Pablo. Nadie conocía su apellido, no hacía falta. Todos lo llamábamos Pablo Rosca y Queque.
Sordo “de cañón”, como decimos los cubanos, también le decían El Sordo, mas en tal seudónimo no había asomo alguno de burla y sí de mucho cariño.
Pablo se trasladaba por todos los campos en una yegüita enjuta y enclenque. Cuando esta se le murió, devoró kilómetros a pie, con un palo en su hombro derecho de cuyos extremos colgaban dos latas que contenían las maravillas de los chicos de la zona.
Guajiritos golosos, se nos hacía agua la boca de solo mirar una de esas latas; allí se podía encontrar las más variadas golosinas: galleticas de varios tipos, queques grandes y chiquitos, rosquitas, pan de gloria, raspaduras…
Era una especie de «Todo x 1», solo que el 1 significaba centavo o, como solíamos decir, quilo. Por un quilito se podía ser dueño de un queque grande o de una deliciosa rosquita.
Este hombre, que carecía de parientes biológicos, era familia de todos.
Los de esta Isla somos hospitalarios por naturaleza, pero el campesino cubano lo es más.
En los campos de Cuba no se escatima jamás un plato de comida. Se ofrece con gusto. Y él almorzaba en cualquier casa; a fin de cuentas, era uno más en cada hogar.
Los niños cuchicheábamos entre risitas en su presencia, conocedores de que estaba privado de la audición, mas él no se sentía ofendido; lo tomaba como lo que era: “gracias” de chiquillos, y sonreía socarronamente. Se sabía querido y era consciente de su importancia.
Una vez, de tanto mataperrear descalza, se me encarnó una espina en la planta del pie. Alrededor de esta se acumuló humor abundante. Me latía horriblemente y no podía caminar.
Llegó Rosca y Queque, y mi madre le contó acerca de mi desgracia.
Con cara de sabelotodo, auscultó mi pie. Más que pedirle, le ordenó a mi madre que trajera una tira con un hueco en el medio. Cuando la tuvo, con un gesto brusco me derribó al piso, como quien pretende atar las patas a una vaca. No hizo caso de mis súplicas ni de mis chillidos.
Colocó una de sus rodillas sobre mi pecho para impedirme todo movimiento. Situó el pedazo de tela en la planta de mi pie de manera que el hueco coincidiera con la zona cargada de humor. Y apretó con todas sus fuerzas hasta que ¡zas!
—¡Explotó!— gritaron a coro, emocionados, mi madre, mi tío, mis cuatro hermanos y dos curiosos que andaban por allí.
Ellos contemplaban con interés la “operación” de Pablo. El humor manaba como manantial.
—¡Hay que sacarle la semilla!— dijo él, lacónico.
Y sin la menor piedad continuó exprimiendo mi pie hasta que salió “la semilla”. Yo aseguro que ese día vi las estrellas y todo el sistema solar.
Pero Rosca y Queque me curó, porque poco más tarde yo caminaba como si nada.
Él era capaz de aliviar los dolores de muelas, de oídos, de garganta, “de barriga”, males de riñón, de páncreas, de huesos… Para eso estaban las raíces de jibá, apasote, mastuerzo, cundiamor, bejuco ubí, anamú… de todo había en aquellas maniguas.
Cuando sus fuerzas menguaron y ya no pudo vencer las distancias, el Estado cubano le reconoció su largo bregar como vendedor ambulante con una pensión que aseguró su vejez.
A su humilde casa en Camajuaní iban los vecinos de la zona a visitarlo.
Ojalá todos pudiéramos dejar a nuestro paso por la vida esa estela de cariño; quienes lo logran no están solos jamás.
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