Ya se cumplen 41 años de la muerte física del Che en Bolivia. Y su figura se multiplica cada año por un número infinito que lo ha hecho pasar a la eternidad como el ejemplo del hombre que no puede ser superado.
Pero no voy a detenerme en ello. Solo quiero comentar la noticia que corrió por el mundo a punto de cumplirse el 40 aniversario de este hecho: Mario Terán, el hombre a quien se encargó disparar contra el Che, había sido intervenido quirúrgicamente de cataratas por médicos cubanos que colaboran con la nación andina, en un hospital donado por esta Isla caribeña.
El periódico Granma daba cuenta del acontecimiento con el título Che vuelve a ganar otro combate. El hijo de Terán, expresaba el articulista, había acudido al periódico santacruceño El Deber con la solicitud de que se le publicara una nota de agradecimiento a los galenos cubanos, que habían devuelto la visión a su padre.
Entonces me preguntaba si el asesino del Che podría entender que estaba recibiendo los frutos que este sembró, si a esas alturas podría medir la dimensión exacta del hombre a quien disparó. Si así fuera, bien amarga debió ser su existencia a partir de su disparo fatal.
Cuentan que en la escuelita de La Higuera aún se conserva la silla en la que estaría sentado el Guerrillero Heroico cuando este sargento boliviano entró a matarlo. No pudo hacerlo en el primer intento; la mirada de aquel hombre herido y atado fue demasiado para él. El sargento Terán halló mucho brillo en los ojos del Che, lo vio grande, como si se abalanzara sobre él. En tanto, otros dos sargentos disparaban entonces contra los guerrilleros Willy (boliviano) y El Chino (peruano).
Mario Terán necesitó de más bebida y promesas para cumplir la orden. Aún así sus manos temblaron. Sus jefes tuvieron que conminarlo a que lo hiciera. Luego, estos lo remataron.
Lo que aconteció después ha sido suficientemente divulgado. (Oslaida Monteagudo)
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